Cuento

Hotel Atardecer

Ella me dijo que volvería, decidí esperar en el hotel. La ducha estaba demasiado fría o extremadamente caliente, no recuperé fuerzas del viaje. Solo quedaba recostarme en la sucia cama, no corrí la colcha de lana con un estilo de rombos. Una comezón recorría mi espalda, la sola idea de tener que moverme me dolía. Fijé mi atención al amarillento cielorraso, el plafón de la luz era el cementerio de un centenar de insectos.

-Algunas veces es demasiado ver la luz y no querer alcanzarla. Lamentablemente la muerte es lo que espera para aquellos que vuelan por encima de sus limitaciones- pensé.

Era un hotel de mala muerte frente a la ruta provincial 105, un punto inhóspito del mapa donde no existe nada; solo un hotel y una estación de servicio polvorienta. Dos contrucciones y un mar de nada; solo un horizonte desierto que parece infinito. El dueño del hotel es el mismo que el dueño de la estación de servicio, un hombre andrajoso vestido con un overol de trabajo azul con el nombre de “Luis” en su pecho. Nos detuvimos con el Impala, más por necesidad que por deseo. Cuando escapas a toda prisa, no importa el destino solo el camino que recorres. Sin combustible, sin dormir ni comer pareció el paraíso. Estacionamos el auto frente al hotel, nos paramos en el mostrador que tenía de esas campanillas raras. Unos sillones de pana marrón, un mostrador de madera, las llaves colgadas en sus números; del uno al cinco, no mucho. Estos hoteles eran una parada obligatoria cuando los automóviles no tenían la autonomía actual, ahora solo eran una especie próxima a extinguirse que solo la costumbre mantenía vivos. El cartel en la puerta decía “Hotel Amanecer”, me pareció cómico pensar que atardecer sería más adecuado.

 

El señor Luis llegó limpiándose las manos de grasa con un trapo que guardo en el bolsillo. Sin mediar palabras, como un fantasma etéreo pasó entre nosotros; cruzó el mostrador. Nos miró a los ojos y comenzó a actuar. No podía ocultar su media sorpresa, media incertidumbre; pero nos dió la habitación número uno. Nos ofreció llevar nuestras valijas y se alteró un poco cuando descubrió nuestra total falta de equipaje. Al final, solo se encogió de hombros.

-Estoy arreglando un rastrojero. Si necesitan algo, solo hablen. No hay teléfono, pero hay duchas calientes- dijo el señor Luis.

Acostado en la cama, los recuerdos volvían como un sueño. Podía sentirlos retorcerse detrás de ese velo ligero que divide lo consciente de lo onírico. La conocí en el banco, era la mujer del gerente. No se porque le llamé la atención; pero ella se acercó. Su marido estaba más interesado en otras mujeres que en ella; yo solo tenía mi corazón posado sobre su existencia. Recuerdo cuando me dijo que conocía donde su esposo guardaba las llaves, conocía la combinación y sabía que su marido guardaba en la caja fuerte del banco dinero sucio de algunos políticos. Me dijo que no aparecia en ningun libro, en ningun lugar. Cuando la escuché parecía lógico, tomarlo e irse. Sin embargo nada fue tan fácil; su marido algo sabía y nos confrontó. Tuve la suerte de tener el revólver de mi padre cuando sucedió, él la golpeó, ella cayó al suelo; apreté el gatillo. Esperaba algo más importante, más trascendente; pero solo se desplomó. Ella me tomó del brazo y dijo que debíamos hacerlo ahora mismo. Nos subimos a mi Impala, entramos al banco a la mañana temprano antes que llegaran todos los empleados, tomamos el dinero y subimos a la ruta. Ella dijo al sur, yo me dirigí al sur. El maletín se encontraba en el baúl, el comienzo de una nueva vida.

Escuche como el motor arrancaba, no era el rastrojero; me era familiar. Miré la mesa de luz a mi derecha, las llaves no estaban. Aceleraron, las piedras bajo las ruedas saltaban frenéticas; el motor se alejaba rápidamente.

-Ella era mi dama de rojo. Sangre y pasión, destino y deseo. Vivir cuesta- dije con una sonrisa.

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